viernes, 15 de abril de 2011

IMPUESTOS: LA MADRE DEL CORDERO


Y cayó Portugal.

La dinámica de los famosos “rescates” se puede resumir de la siguiente manera:

País periférico con crisis estructurales fuertes, generalmente agravadas porque en tiempos de bonanza se creció en base a burbujas especulativas, no se invirtió en un modelo productivo socialmente justo y sostenible y, sobre todo, se redujo la capacidad recaudatoria del Estado mediante la bajada indiscriminada de los tipos impositivos en los tributos directos y progresivos. Ahora, ante la única posibilidad de financiación mediante emisión de deuda pública, el país se convierte en un deudor hipotecario frente a sus acreedores (la mafia especuladora mundial) que le imponen los ajustes que creen convenientes, precisamente, aquéllos que perjudican a la gran mayoría de la población.

¿Pero no hay más salida que la emisión de deuda? ¿Hay que vender el Estado y su patrimonio a la tiranía financiera mundial? Analicemos el caso desde la situación de España, señalada como la principal amenazada por el mantra neoliberal del “efecto-contagio”.

El artículo 31 de la constitución española proclama que “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que en ningún caso tengan carácter confiscatorio”.

Según los principios de Legalidad y Jerarquía normativa que informan nuestro ordenamiento jurídico y que se contienen, entre otros sitios, en el Código Civil, éste sería el mandamiento fundamental que debiera inspirar las sucesivas normas y reformas elaboradas por el Legislativo (y el Gobierno en algunos casos) en materia de impuestos.

En la doctrina común y mayoritaria, se admite que los impuestos tienen dos funciones: una función recaudatoria, para financiar los servicios públicos y una función redistributiva de la riqueza, que busca una mayor igualdad, que mejore la justicia, la cohesión y la paz social.

De la primera reflexión y de las cuentas públicas de los Estados se concluye que la recaudación fiscal es su principal fuente de ingresos (entre el 70% y el 80% en la UE15). La segunda afirmación responde a una realidad que se muestra más cruda y más cruel con el paso de los años: de los tres factores productivos reconocidos en la teoría económica clásica, tierra, trabajo y capital, es este último recurso el que genera más plusvalías. Ejemplificando, es fácil comprobar cómo una cantidad de dinero razonable, hábilmente invertida, genera muchos más beneficios que meses o años de trabajo (aquí me refiero a un trabajo medio, no a un futbolista).

La idea de paz social, la base del contrato social por el que un grupo de personas deciden unirse y vivir pacíficamente en sociedad, se sustenta, por tanto, en una redistribución que impida que las diferencias crezcan generando desigualdades, exclusión, dominación y, en cierto modo, explotación y esclavitud. Esta paz social, en nuestros días, sobrevive (como el mismo Estado) en gran parte gracias al sistema fiscal.

Sin embargo, desde la afloración y el fortalecimiento de las teorías político-económicas neocontractualistas y neoliberales, el derecho y la política fiscal están sufriendo un fuerte retroceso en los objetivos constitucionales antes mencionados. Esta involución tiene, principalmente, dos causas.

La primera obedece a la carrera electoralista de los partidos políticos mayoritarios (los que se conocen como centro-derecha y centro-izquierda) que, para vender un mensaje atractivo de cara a mantener el poder en cada cita electoral, suelen utilizar frívolamente las bajadas de impuestos, sobre todo de los directos y progresivos, aquéllos que mejor cumplen los fines equitativos y redistributivos.

Los argumentos para defender tales maniobras irresponsables y demagógicas varían. Primero está el razonamiento económico simplista que asegura que, sustrayendo menos dinero del bolsillo del ciudadano, éste tiene más capacidad para consumir y, por ende, para aumentar el P.I.B. nacional vía Consumo; subida que, de alguna manera, acabará repercutiendo favorablemente en el propio ciudadano. En el mismo sentido, tanto empresas como grandes fortunas (en teoría los deudores tributarios más importantes en función de la cuantía a declarar), pueden dedicar más fondos a la inversión productiva si los tipos del IRPF y el Impuesto de Sociedades (en el caso de España) son más bajos.

Quienes lanzan tales razonamientos ponen de manifiesto, en primer lugar, una visión sesgada, tendenciosa y cínica de la realidad, además de reflejar un conocimiento de la teoría económica bastante deficiente por simplista. Pensar que el poder adquisitivo del ciudadano medio viene determinado exclusivamente por el salario que percibe gracias a su trabajo es vivir prácticamente en la Luna, ya que, para desenvolverse con cierto bienestar, son necesarias unas prestaciones públicas sociales mínimas, actualmente en peligro de extinción precisamente por la lógica regresiva en materia fiscal. Dicho de otra manera, si los impuestos bajan, el Estado no puede ofrecer servicios públicos tan importantes como la sanidad, el transporte, las subvenciones y pensiones públicas o la educación. La incapacidad del erario público para financiarlas obliga, a su vez, a una progresiva privatización de dichas prestaciones, que deben ser costeadas, cada vez en mayor medida, por el propio ciudadano. Luego, el montante que se deja de pagar a Hacienda se revela una nimiedad en comparación con los costes sociales derivados del mismo.

Por otro lado, hay quien intenta poner en tela de juicio, de manera ético-filosófica, el papel de los impuestos en la sociedad. Para ello esgrimen el argumento de que cada uno es el mejor administrador de su dinero y, en consecuencia, es ineficiente, ineficaz y hasta inmoral pagar al Estado, “esa máquina de perder y malversar fondos”. Sin duda, ésta es una postura lógica para aquéllos que, dado su nivel de renta y de patrimonio, resultarían ser los más agraviados económicamente en un sistema impositivo progresivo y fuertemente redistributivo. Pero, al mismo tiempo, son estas personas las que menos usos hacen de los servicios públicos que, para la gran mayoría de la población, son fundamentales. Por otro lado, estas clases adineradas olvidan un gran elemento ético: que sus fortunas proceden, en gran medida, del esfuerzo que realizan otras personas, ya sea trabajando para sus empresas, o cuidando sus propiedades o ejerciendo de policía para salvaguardar su derecho de propiedad (entre otros). Pensar que una fortuna es un ente autopoiético (con permiso del término) que nace, se mantiene o se multiplica de una manera autónoma e independiente de otros factores políticos, económicos y sociales es tener una visión demasiado limitada e interesada de la realidad. ¿O es que los trabajadores del Banco Santander, por poner un ejemplo, aumentan sus salarios anualmente en el mismo porcentaje en que lo hacen los dividendos que se embolsan sus directivos y propietarios?

Que las mencionadas clases adineradas blandeen estas consignas no debe extrañarnos, ya que se sienten los principales objetivos del sistema tributario. Más grave aún es la asunción de estos razonamientos por parte de una gran proporción de las clases medias y bajas, sin duda, influenciadas por el discurso parcial, hegemónico y manipulador que vierten sin tregua los medios de comunicación, que no dejan de ser grandes corporaciones y, por tanto, partes interesadas en la desregulación y la regresión fiscal. Estas clases más populares no saben, además, que es su trabajo el que conforma prácticamente el 80% de los ingresos obtenidos por el Estado a modo de impuestos sobre el trabajo, mientras que aquéllos derivados de la tributación de las rentas de capital (donde se enmarcan, por ejemplo, las famosas SiCav) alcanzan apenas un 20%.

Es curioso comprobar que, pese a las interpretaciones interesadas del papel de los impuestos (o de su ausencia) en la economía nacional, pese a que la recaudación del Impuesto de Sociedades entre 2007 y 2009 cayó en un 55%, la inversión productiva en España sigue siendo uno de los déficits endémicos de nuestra economía, mientras que los depósitos e inversiones de las empresas del Ibex 35 en paraísos fiscales se duplicaron entre 2009 y 2010.

Son varias las argucias utilizadas por las grandes corporaciones para, no contentas con la bajada de tramos del Impuesto de Sociedades, defraudar aún más en sus declaraciones a Hacienda. Ya he mencionado a las Sociedades de Capital Variable (SiCav), cuyo tipo impositivo continúa siendo del 1%, a pesar de la directa relación de estas actividades con el origen y estallido de la crisis financiera. Pero existen otras figuras jurídico-societarias menos “mediáticas” que, por ejemplo, permiten a la mayor corporación mundial en volumen de beneficios (Exxon Mobile) mantener una filial en España con un solo trabajador y no declarar ni un céntimo al Estado. Es el caso de las Entidades de Tenencia de Valores Extranjeros (ETVE) (ver http://www.elpais.com/articulo/economia/mayor/empresa/mundo/utiliza/Espana/paraiso/fiscal/elpepueco/20110227elpepieco_1/Tes), creadas recientemente para competir con figuras análogas holandesas o luxemburguesas a la hora de atraer capitales a España.

Mediante un alarde de ingeniería fiscal, la filial española de Exxon Mobil no ha declarado nada de los 10.000 millones de euros de beneficios obtenidos en los dos últimos años. La clave de esta figura es básicamente tejer una red de filiales que permitan consolidar sus cuentas anuales, compensando pérdidas de unas y beneficios de otras, para, finalmente, presentar unos resultados que minimicen las contribuciones fiscales sin, supuestamente, salirse de la legalidad.

Para echar más leña al fuego, el último informe de la Fundación de Cajas de Ahorro (FUNCAS), que no es precisamente una voz crítica dentro del sistema, expone que la economía sumergida en España asciende al 17% del P.I.B., lo que supone que hacienda deja de recaudar anualmente 30.000 millones de euros (el equivalente al 5,5% del P.I.B. aproximadamente). Al mismo tiempo, cifran en unos 4 millones los puestos de trabajo no declarados, lo cual, no nos equivoquemos, supone un perjuicio para el trabajador en una coyuntura en la que se empieza a exigir cotizar casi cuarenta años para percibir una pensión de jubilación completa. Al mismo tiempo, los autores del informe, los profesores de la Universidad Rey Juan Carlos, María Arrazola, José de Hevia, Ignacio Mauleón y Raúl Sánchez, indican que, en el caso de que estuvieran todas las actividades económicas sometidas a fiscalidad y asumiendo que la recaudación fiscal observada no variara, la presión fiscal bajaría de media entre 4,5% y 4,8%, a la vez que se corregirían deficiencias endémicas de nuestra economía como la equidad, la eficiencia y la competencia.

Ante tal reguero de datos, exaspera ver cómo la cerrazón del Gobierno se empecina en hipotecar al país financiándose a través de la emisión de deuda pública. Nos exponemos a la presión de las agencias de rating (empresas privadas con intereses propios) y de nuestros acreedores, que exigen medidas desregularizadoras y liberalizadoras, que imponen la reducción del gasto público social, causa de que varias leyes y proyectos tan importantes como la Ley de Dependencia queden sin presupuesto, o que obligan a reformar el sistema de pensiones y el mercado laboral. Mientras, cifras ingentes de dinero vuelan a cada segundo de anotación en cuenta a anotación en cuenta, claro está, sin pasar por la caja pública.
¿Qué hace el Ejecutivo ante tamaño escándalo fiscal? Recientemente se aprobó el proyecto de Ley de Medidas de Prevención del Fraude, al mismo tiempo que la reforma de la Ley sobre el IRPF y la modificación parcial del Impuesto de Sociedades. En dicho proyecto se considera que la lucha contra el fraude debe ser en este momento el objetivo prioritario a alcanzar, precisamente, por el volumen de dinero que se está dejando de ingresar en las arcas públicas, muy superior, sobre el papel, a las pérdidas de ingresos que ha provocado la mencionada reforma del IRPF y del Impuesto de Sociedades en sí.
En este sentido, las medidas que se barajaron se centraban en las bolsas de fraude, concentradas principalmente en el trabajo sumergido (cifradas entonces en un 23% del PIB), fraude inmobiliario, fraude del IVA, paraísos fiscales y fraude de empresarios y profesionales que utilizan la opción de tributar según la estimación objetiva del IS (por superficie, número de trabajadores kilowatios... para calcular el beneficio).
Sin descartar que estas medidas sean eficaces para combatir el fraude, ya hemos visto, a la luz de los últimos datos, que no han servido para reducirlo. La clave, como en muchos otros proyectos de Ley, no se limita sólo a la aprobación de un texto de buenas intenciones, que se quedan en nada sin una dotación presupuestaria suficiente, en este caso, para el personal inspector y sus medios de trabajo. Según la Agencia Tributaria, obtener 100 euros de ingresos por fraude requiere sólo unos gastos de personal inspector de 0,7 euros, por lo que, según esa proporción, la inversión sería sobradamente recuperada, no sólo en términos monetarios, sino en la regeneración del bienestar social, cada vez más castigado por la coyuntura política y económica actual (por no decir, abiertamente, debido al sistema capitalista).
Tampoco ayuda que se ampliase el tiempo para hacer efectivo el pago de deudas tributarias a cinco años, más que suficiente, en el mundo de la globalización financiera, para que no quede ni rastro de la deuda. Como ejemplo, baste citar el reciente hallazgo de varios millones de euros “escondidos” por ciudadanos españoles en cuentas bancarias llamadas “opacas” en bancos de Liechtenstein y Suiza. El escándalo, que saltó a la prensa hace un par de años, se ha cerrado con la recuperación de menos de un 20% de los potenciales impuestos que se deberían haber pagado. Al conceder a los defraudadores un amplio margen de tiempo para poner su situación fiscal en regla, se abre la puerta a una nueva fuga masiva hacia otros paraísos fiscales.
Por cierto, uno de los implicados, titular junto a varios miembros de su familia de una de estas cuentas opacas en Liechtenstein, fue el eminente president de la Generalitat, Artur Mas, que, por supuesto, negó conocer tal situación. El juez Santiago Pedraz, instructor de la causa, tuvo que archivarla, a instancias de la fiscalía, por reconocer que los hechos constitutivos de delito habían sido anteriores a 2002, por lo que ya habían prescrito. Así, el defraudador llegó a presidente de una Comunidad Autónoma y es, hoy en día, uno de los políticos mejor valorados por la ciudadanía.
¿Hasta cuando va a tolerar la sociedad civil estos abusos del Poder y de las clases hegemónicas? ¿Cuánto más tendrán que apretarnos y degradar nuestras condiciones de vida para que empecemos a reaccionar? Desde luego, motivos, no faltan.

Francisco Jurado Gilabert
Miembro de la organización Democracia Real Ya! Sevilla

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